‘Montenegro’

Asistir a una representación de ‘Montenegro’ requirió cierto trabajo de investigación previo. A mi edad ya se me atragantan las propuestas que van de modernas, por muy avaladas que vengan por grandes nombres. Desde que vi en el mismísimo Liceu de Barcelona a un Don Giovanni ponerse a jugar con muñecas vestidas de hawaiana justo antes de que se lo lleven los demoños (perdón por el spoiler) ya no me fío un pelo.

En este caso concreto, además, la amenaza del factor moderni era realmente patente, teniendo en cuenta que la esencia misma del espectáculo era refundir en una sola representación tres obras de Valle-Inclán, las conocidas como ‘Comedias bárbaras’. La excusa perfecta para que el dramaturgo de turno sometiera el material original a su capricho creativo. No contribuyó a mi tranquilidad el hecho de leer que Valle-Inclán poco menos que consideraba sus obras como impracticables, en el sentido que las acotaciones y necesidades de la puesta en escena se excedían más allá de las limitaciones del teatro. Por lo que desde su concepción nos encontramos con textos pensados para ser leídos y no representados. Hemos cantado línea, vamos para bingo.

Mis temores se disiparon al poco rato de empezar la función. Las excentricidades se reducían a aspectos formales de la puesta en escena, con soluciones a problemas concretos como por ejemplo el mogollón que se te forma para poner en el escenario un caballo, seguido de un barco, seguido de dos caballos más, un par de perros y un rebaño entero de ganado. En ese sentido, me pareció muy acertado y plásticamente bien resuelto que fueran los actores mismos quienes se cosificaran en los elementos de atrezo necesarios en cada momento. Decididamente la escenografía era uno de los puntos fuertes del espectáculo, con destacables trabajos de iluminación y, sobre todo, vestuario.

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Foto: Valentín Álvarez

En cuanto al argumento, no sé si por condicionamiento previo, quise ver ciertas lagunas e inconsistencias causadas por los obligados recortes en las tres obras originales para embutirlas en una de sola, por más que ésta dure dos horas largas. No es ya que haya personajes que queden solamente apuntados o reducidos al arquetipo, sino que hay tramas enteras que desaparecen con ellos en el momento en que dejan de ser necesarios.

En ‘Montenegro’ se apuesta todo a la conexión emocional con el espectador. Prácticamente la obra se siente, más que se ve. Los personajes gritan, gritan todo el rato, dejándose llevar por pasiones viscerales. Se pegan, se follan, se disparan y se violan mientras nos cuentan la historia de los Montenegro, una familia donde el patriarca es un cabrón que aún conserva cierta caballerosidad de los viejos tiempos pero los hijos son genuinamente perversos y egoístas. Así que el nuevo orden de las cosas se impone de un modo convulso y violento en el que, si por si acaso el espectador se sintiera a salvo con tanto estruendo, incluso te aparecen actores de la nada por el patio de butacas llorando a lágrima viva o enarbolando incensarios.

Para mí éste es el gran acierto de esta obra. Más allá del audaz ejercicio de estilo, que para quienes desconocemos las fuentes resulta menos valorable, el éxito radica en una puesta en escena impecable que hipnotiza y un magnífico trabajo actoral.

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Foto: Valentín Álvarez

Con todo, esta intensidad es difícil de mantener en una representación tan larga. Desde la audacia que otorga la ignorancia, puesto que no conozco los textos originales, me parece que el trabajo de adaptación de Ernesto Caballero podría haber ido un poco más allá y haber llevado al extremo su propia interpretación. Curiosa ironía la mía, de acercarme con cautela a la versión para acabar pidiendo más. Pero es que en este relato desarbolado de sus tramas secundarias y matices el protagonista se erige en el representante abstracto de los últimos coletazos del feudalismo. Lo cual conlleva que, sabiendo cómo acabará la cosa, el trayecto se antoje poco interesante por sí mismo.

Por otro lado, hay dos elementos que abaratan considerablemente el montaje. Uno es el hecho de que los actores principales usen micrófonos, lo cual me parece una ordinariez. Y una chapuza, si tenemos en cuenta que los quienes no lo llevan apenas se oyen en comparación. Es algo que no me esperaba de un Centro Dramático Nacional y un Premio Nacional de Teatro. El otro elemento es la omnipresente música, que subraya el dramatismo de las escenas de un modo tan abusivo y ajeno a la diégesis que resulta anticlimático.


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