‘In the flesh’

En esta Abadía apartada del mundanal ruido los zombis son cosa seria. Son fruto de algo tan molón, a la par que censurable, como es la nigromancia. Doblegar fuerzas sobrenaturales para reanimar el cuerpo de los muertos rebaja a categoría de truco de feria cualquier otra manifestación de magia, por lo que los zombis son poco menos que la cima de la hechicería clásica. Que su aspecto tambaleante y limitadito no os engañe: son arte y poderío.

Por eso tardé un poco en asimilar que en las mentes contemporáneas los zombis ya no tienen una interesante conexión con el Más Allá sino que son algo más ramplón. Son enfermitos que se han contagiado, pobres, de un virus. Que es todo como más posmoderno y fíjate tú que el hombre es un demonio para el hombre y que el terror absoluto viene de los laboratorios gubernamentales. A mí los discursos culturales me parecen muy bien, pero es que los zombis de verdad me parecen aún mejor. Además, con razón se van tambaleando por la vida. Si una mal virus gástrico te puede dejar KO imagínate un virus Z. Aburrido.

‘In the flesh’ lleva esta tendencia un poco más allá y propone qué pasaría si los infectados pudieran curarse, llegado el momento. O sea, un mal día estás ahí comiendo cerebros y al día siguiente te ponen una inyección y ya vuelves a ser tú. Una versión intacta pero podrida de ti, claro, que diría aquella. ¿Cómo asumirías tu nueva condición? ¿Cómo gestionarías el recuerdo de unos actos irracionales desde tu recuperada conciencia? Y, al mismo tiempo, ¿cómo te acogería la sociedad a la que te habías propuesto hincarle el diente?

La serie consta de dos temporadas (nueve episodios en total) y, aviso a navegantes, fue cancelada y no habrá una tercera. Como no tiene misterio central ni nada, el final es un chim-pon tolerable pero que deja cierta sensación de vacío, posiblemente porque la serie se va por unos derroteros algo decepcionantes en su tramo final.

Desde mi punto de vista, ‘In the flesh’ mola en la medida que se centra en el drama del protagonista. Resulta brillante en el modo en que explica su sufrimiento y lo pone en un contexto bien acotado. Es difícil no empatizar con el bonico de Kieren viendo el pueblo de mierda en el que vive y la familia tan funcionalmente disfuncional que tiene. Y cuando el suicidio no sirve, porque estabas fuera y te vuelven a meter dentro… ¿qué haces?

Luego, a medida que se van incorporando elementos en la trama, el conjunto se resiente. Sobre todo cuando se pone encima de la mesa un apocalipsis de chichinabo que sacrifica unas reglas claras y concretas (que es lo mínimo que un Armagedón en condiciones debe tener) en favor de un giro argumental cutre. ‘In the flesh’ funciona mucho mejor a nivel de personajes que de tramas, por lo que resulta frustrante que las circunstancias terminen llevando a situaciones que resultan inverosímiles para el canon de la serie. La segunda parte de la segunda temporada es especialmente dolorosas en lo referente, de nuevo a Kieren y su familia. Por no hablar del villano que se buscan para la ocasión, que termina siendo uno de los más prescindibles y absurdos de la historia de la televisión. No hacía falta. Había cosas mucho más interesantes para explorar. No había que irse muy lejos, porque el hecho es que la serie está llena de situaciones maravillosas. El triángulo amoroso de los novios que tienen que convivir con el ex retornado de ella. Las raves a base de sesos de oveja. La suegra cabrona y zombi. Una suegra cabrona y zombi, por el amor de Dios.

Así las cosas, en mi humilde opinión, poco más había que rascar en una supuesta tercera temporada. Para series lentorras de ambientación deprimente hasta prefiero ‘Les Revenants’, una en la que los muertos volvían también en plan hola qué tal, aquí no ha pasado nada, aunque sin el factor zombi. Era todo como más fantasmal. Sobrenatural. Como tiene que ser.


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