‘El niño y la bestia’

A los niños de la posmodernidad ya no nos importa qué cuento nos cuentan, sino cómo nos lo cuentan. Ni siquiera tienen por qué contárnoslo bien: si lo afean, sincopan o pervierten nos da lo mismo mientras sea CHULO. Si sólo pueden ofrecernos refritos de otras historias, por lo menos que nos sorprendan con la estética. Desde esta perspectiva, ‘El niño y la bestia’ es fantástica.

Las historias de las que está hecha ‘El niño y la bestia’ las hemos visto mil veces. La del niño que crece, la del maestro ahogado en la pereza y el alcohol, la del inocente devorado por la oscuridad… Incluso hay referencias explícitas a ‘Moby Dick’, en lo que se refiere a la venganza y, sobre todo, en el juego de espejos. Aun así, la experiencia en el cine se vive con una constante sensación de maravilla, sobre todo en el tramo inicial, que es espectacular. No me extraña que al director, Mamoru Hosoda, nos lo quieran vender como el nuevo Hayao Miyazaki. Ambos directores consiguen que dejes al adulto en la puerta y vivas sus historias con la fascinación de un niño.

Si contara aquí las sorpresas visuales de la película le estaría haciendo un flaco favor. Hay muchos tipos de spoilers y creo que los que se limitan al argumento no son los peores, precisamente. Pero no me puedo resistir a señalar, para que se entienda tanta efusividad por mi parte con la película, que me parecen sensacionales los distintos modos de fotografiar el mundo de los humanos, por un lado, y el de las bestias por el otro. O el uso inteligente del fuera de plano para darle más valor a las escenas. O que si ves la peli en una sala con un buen sistema de sonido (Phenomena, como fue el caso) amortizas directamente el precio de la entrada.

Sí que, quizás, el tramo central, centrado en la reconexión del protagonista con el mundo humano, se hace un poco largo. El peso recae más en el guión y pierde algo de magia, por lo que desmerece algo el resultado final y, para mí, la película no suba al mismo altar en el que tengo Chihiros y otras primas hermanas. De todos modos, le guardo un lugar especial en mi corazón. Su obsesión por sacar de manera tan realista el paso de peatones de Shibuya, con su Starbucks y su 109 al fondo, hace resonar dentro de mí una morriña que no me deja ser para nada imparcial.

 


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