Me siento solo en esto de decir que ‘El gran showman’ es una castaña importante. Lejos de parecerme el rico helado de piña para el niño y la niña, la película me hace aguas por todas partes. Y que conste que no hablo (solo) por despecho. La primera vez que la vi, efectivamente, mis expectativas de encontrar la nueva ‘Moulin Rouge’ fueron destruidas sin compasión en los diez primeros minutos. Culpa mía por tragarme el trailer. Pero es que volví una segunda vez, masoca de mí, para verla con ojos desapasionados y el espíritu libre. Ni así. Menudo rollo, colega.
‘El gran showman’ es una interpretación libertina de la vida de P.T. Barnum. Poco más se puede decir sin caer en el error, porque cualquier afirmación adicional puede ser mentira. A fuerza de hacer avanzar escenas no se profundiza en nada, por lo que la sensación es que todo el brilli brilli está al servicio de la moraleja final y poco más. No estamos ante un biopic en el que importe la vida, obra o personalidad del protagonista. Tampoco es una historia sobre la evolución del circo, en su concepto más genérico, ni la de este circo en concreto, refiriéndonos a la troupe de Barnum. Las relaciones familiares (y todas las demás) están dibujadas con brocha gorda, como todo en la película. Y así no se puede.
Por ejemplo, el circo de Barnum pasa de museo de cera a espectáculo de varietés completo en un solo número musical. Ahí, quemando mecha. No hay sentimiento de triunfo, ni de esfuerzo, ni de comunión entre compañeros, ni de nada. Eso sí, requetechuli el número de baile a lo Lady Gaga con todo el elenco bailando en la pista central del circo.
Por ejemplo, Barnum se curra ahí un número musical todo virguero con unos chupitos de whisky para convencer a Carlyle de que se una al negocio. La clave es que el personaje de Zac Efron le tiene que dar una pátina de dignidad al espectáculo para que la clase media-alta acuda al circo. Y digo yo… ¿qué hace Carlyle una vez en el curro, además de enamorarse y hacer de cover de Barnum? Nada. O sea, nada. El espectáculo es exactamente el mismo antes y después de los chupitos: un número de baile a lo Lady Gaga con todo el elenco bailando en la pista central del circo.
Por ejemplo, el drama recurrente que parece ser el eje motor de la película es que Barnum no tolera que infravaloren su arte. Que lo llamen chanchullero y que digan que el circo es una cosa menor basada en la mentira. Y, sí, vemos como Barnum monta un espectáculo con un montón de freaks, en el sentido más Tod Browning. Pero es curioso observar que le pone zancos a un tío que ya tiene gigantismo (y que es ruso, no irlandés). O que al más gordo del lugar le añade cojines bajo la camisa para hacerlo parecer… gordo. Y toda esta movida convive con una mujer barbuda, que es mujer de verdad y barbuda de verdad, y con un tío peludo al que llaman “el chico perro” (menos mal que son sus amigos) y con otro con escamas en la cara. Que, obviamente, están puteadísimos y se marcan uno de los números estrella de la peli, con canción-alegato-power-inspiradora. O sea, la mujer barbuda, el chico con hirsutismo y el que tiene psoriagrís reivindicando su derecho a ser auténticos y tal como son al lado del gordo de los cojines y el alto de los zancos (y que es ruso, no irlandés). Todo muy confuso. Por cierto, la manifestación pro-freak culmina en… un número de baile a lo Lady Gaga con todo el elenco bailando en la pista central del circo.
Luego, hay decisiones de estilo muy cuestionables. Si en ‘Moulin Rouge’ el empaste entre ambientación de época y canciones contemporáneas quedaba fenomenal, sobre todo gracias al lenguaje visual que Baz Luhrmann desplegaba en el minuto 0, aquí la mezcla queda forzada y extraña. No hay nada en la película (ni dentro de ella ni en la forma de estar rodada) que justifique tanta gloria sandunguera. El despiporre ya es cuando te presentan a una súper estrella de la ópera que cuando le dan la ocasión de abrir la boca se pone a cantar un descarte de Broadway en vez de una aria. ¡Por lo menos no es Lady Gaga!
Total, un cuadro. Ni siquiera puedo alabar la grandiosidad de los números musicales porque, habéis adivinado, la mayoría son un número de baile a lo Lady Gaga con todo el elenco bailando en la pista central del circo. Que no está mal, ojo cuidao. Pero no están a la altura de la superproducción que pretende ser ‘El gran showman’. El mal uso del espacio y el abuso (pero abuso) del ordenador a mí me dio claustrofobia. Me daba la sensación de que rodaron en el comedor de casa de Hugh Jackman, todos apiñados en el centro después de haber arrinconado la mesa, y que lo demás es chroma. Cuanto más grandes y magníficos parecen los elefantes que dibujan, peor. El único número que yo destacaría es el de Zac Efron y Zendaya y todo el sube-baja del trapecio… en la pista central del circo.
Es una pena que la película se pierda no sé muy bien en qué, cuando la vida real de P.T. Barnum es apasionante, a poco que le deis dos tientos a la Wikipedia. No entiendo el invent sexy-fucker de la película en la relación con Jenny Lind. O sí, lo entiendo del mismo modo en que percibo el acento pijo de Londres que gasta una señora que representa que es sueca: si Hugh Jackman es bello, Rebecca Ferguson es bella y el acento británico es bello… ¡a follar! Es imposible que haya otra opción en una estructura tan simplista. Ya son ganas de desperdiciar un montón de historias con posibilidades. Hasta el disperso de Ryan Murphy dibujó mejor un freak show en la temporada correspondiente de ‘American Horror Story’. Para qué profundizar más en los personajes si el enano ya triunfa y resulta la monda cuando suelta sus frases cachondas.
Pero, vaya, válgame Dios de decirle a Bill Condon lo que tiene que hacer. Y que se ve que la música de la peli la han hecho los de ‘La La Land’ y, bueno, para qué quieres más. Ojalá me hubiera gustado, que necesito un nuevo ‘Moulin Rouge’ en mi vida. Pero es que como dijo aquella: ‘buah, qué horror’.
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